Cuando le preguntas a Monat qué lugar supone una barrera importante para ella, responde rápidamente: “el autobús”. Ella se sienta en los asientos reservados porque su equilibrio es menos estable que el de otras personas. “Cuando me siento allí, hay señoras mayores que me tocan el hombro y me riñen: ‘¡Nena, aquí no puedes sentarte!”. La pregunta sale sola: ¿Esas señoras se atreverían a tocar y reñir a una persona que no tuviera Síndrome de Down?
Monat tiene 29 años y las ideas muy claras: “No quiero que me traten como a una niña pequeña”. Su madre, Gemma, está muy de acuerdo: “Si les protegemos y les tratamos con benevolencia no les hacemos ningún favor”. A ella misma se lo hicieron notar desde la Fundación Aura, que trabaja para la inclusión laboral y social de las personas con discapacidad intelectual: “Cuando hablaba de Monat me refería a ella como ‘la niña’ y me corrigieron diciéndome que no es una niña, es una mujer”. Y es el argumento que ha esgrimido ante las empresas en las que ha trabajado su hija: “Nada de ‘pobrecita’. Está cobrando un sueldo, así que tratadla como a una empleada más”.
Desde los 3 hasta los 13 años, Monat fue a un colegio público y compartió aula y experiencias con personas que no tenían Síndrome de Down. De esa época aún conserva su grupo de amigas y salen juntas de vez en cuando. Luego cursó un grado medio de Administración, donde explica que no fue tan fácil entablar amistades. “Si se conocen desde pequeñas, las personas normalizan la discapacidad y todo es mucho más fácil”, apunta Gemma. Y aunque guarda buen recuerdo de esa etapa, Monat sabe que aún queda trabajo por hacer para que, entre otras cosas, desaparezca “el bullying en los colegios”. Ella lo pasó mal con las burlas de algún compañero. E igual que a ella, afecta a muchos otros.